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La paradoja de Zuckerberg

Según Aaron Sorkin, el guionista de esta ambiciosa película de David Fincher, «si Mark Zuckerberg, fundador de Facebook, tuviese una joroba, se parecería bastante a Ricardo III». Encarnado en el físico desgarbado y la gestualidad ensimismada del actor Jess Eisenberg, Zuckerberg asume en La red social la condición de relevo casi poshumano de Charles Foster Kane: el magnate como agujero negro, como enigma existencial. La película de Fincher se levanta, así, sobre una paradoja fascinante: un individuo incapacitado para la interacción social se convierte en el multimillonario más joven del mundo al crear el más sofisticado instrumento para… precisamente, la interacción social. O su simulacro.

Desde Algunos hombres buenos (1992), guión basado en su propia obra de teatro, Sorkin se ha afirmado como una auténtica anomalía en unos tiempos en que el cinismo funciona como eficaz argumento de venta: un utopista capaz de imaginar gobiernos idealizados -la serie de televisión El ala oeste de la Casablanca- o de reivindicar la épica del trabajo de grupo en pos de una ética (que es, también, una estética) -como en otra serie, Studio 60 on the Sunset Strip-. En principio, alguien como Zuckerberg no podía parecer más alejado de su campo de intereses: un tipo capaz de sacrificar a su único aliado -Eduardo Saverin, interpretado por el nuevo Peter Parker, Andrew Garfield- para alcanzar un triunfo fundamentado en el resentimiento (de clase, entre otras variantes), la venganza y la hostilidad frente al Otro (en mayúsculas). Es probable que Sorkin haya detectado al utopista tras la máscara del monstruo -la hipérbole del geek: algo así como el cruce entre Hal 9000 y Mr. Chance-, pues, como la película deja claro incluso para el espectador que solo sepa del tema «a nivel usuario», Facebook supone, entre otras cosas, una respuesta airada al exclusivismo de las elitistas fraternidades universitarias.

Fascinante estudio de personaje y preciso retrato de una época -el estricto presente-, La red social se abre como una novela de campus y culmina en una secuencia final perturbadora, que quizá lanza un guiño inconsciente al Samuel Beckett de Film (1965). Fincher parece ponerse el servicio del guión de Sorkin, pero su precisa puesta en escena acuña un nuevo clasicismo para la era del cine digital.

El País

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